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Del otro lado de la tranquera

Actualizado: 12 mar 2020



-Me voy a caminar, vuelvo en un rato. Le dice.

Él, mate en mano, se dispone a esperar su regreso. No podría impedir que se vaya aunque quisiera. Hace un leve movimiento de cabeza hacia abajo, mientras entrecierra los ojos... como de aceptación, ella da media vuelta y se aleja.

Abre la tranquera, esa tranquera blanca y vieja, percudida por la intemperie y el correr de los años. Él la ve irse admirando su belleza, esa que el tiempo perfeccionó ante sus ojos. Ella se siente libre, no lleva nada más que su atuendo. Dejo lo otro en casa: el celular, los auriculares, la billetera… todo eso necesario a lo que se le cayó el prefijo “in” de golpe.

Toma el camino de las casuarinas, sabiendo que llegará un prado junto al río donde se dispone a disfrutar de sí misma y de su entorno. Mientras camina observa cinco búhos mochuelos de madriguera que hicieron nido bajo un gran pino de extensas raíces y tronco añoso (a deducir por el tamaño de su circunferencia). Están del otro lado de la tranquera de Quique. ¿Sabrá Quique que tiene inquilinos tan especiales?

Llega al camino de las casuarinas, es entonces que empieza su recorrido mágico. A lo lejos ve tres personas probando una moto. Se turnan dos, mientras la chica los filma. Manejan en círculos, quemando aceite a lo loco y alardeando con el ruido que hace al acelerar, desacelerar, acelerar nuevamente. Le parece que tienen una brusca manera de manejar. Se siente un poco insegura de pasar por ahí... estos no parecen muy expertos... ¿Y si se les escapa la moto? Pero no disminuye su paso, se corre del medio de la calle y pasa por el costado. No se detiene a observar demasiado, sigue su camino hacia el río.

Se acerca a la caballeriza de Lena; la mujer más fría que conoce, mucho más que el mismo invierno.

¡Sí que son lindos los caballos! A veces Lena los larga por ahí, ella los ve pasar al galope desde el hall de la casa del turco. Entonces sale disparada al alambrado, para sentir la energía que emanan con su estampida, oler el polvo que dejan a su paso y admirar su belleza incomparable. Y si Max la ve, frena para saludar, no se acerca, solo la mira un rato. Luego vuelve a la carrera tomando velocidad tal, hasta recuperar su primer puesto.

Y cuando llega a los establos se cuelga de una de sus paredes, va a espiar por la ventanita, para ver si Max está ahí o ya lo sacaron a potrear. No le da la edad para andarse colgando, pero no le presta atención a esas cosas. Si no puede hacer de las suya... si ya no puede hacer picardías... entonces no le encuentra sentido a este mundo de obligaciones. Se va a seguir colgando a espiar a Max, hasta que ella decida que no quiere colgarse más. Y comenzará acercarse por el frente. Es decir por la puerta de entrada, dónde está Lena, la fría e inmaculada dueña, que le cae como una patada de burro. Haría cualquier cosa por ver a Max, solo espiarlo ya la tranquiliza. No sabe porque, ni siquiera sabe montar. Pero ese caballo tiene algo y no puede dejar de pasar a verlo de vez en cuando. Max no debería estar ahí, tendría que irse libre a la pradera, pero ya no hay de esos caballos, los salvajes, y parece que no hubieran existido nunca. Lo ve y Max la ve a ella. Relincha, camina en círculo y vuelve a mirar hacia la ventana.

-¡Hola Max! Me alegra que estés bien. Le dice mientras se le aflojan los brazos y resbala despacio al piso.

Emprende nuevamente su camino, llega al río. En la orilla de enfrente, al otro lado del río, puede ver dos caballos pastando, uno blanco y otro negro. Siente la necesidad de correr hacia ellos. Su corazón late fuerte, está a punto de salir corriendo hacia ese caballo negro hermoso, cuando aparece un bulldog muy flaco, con la correa rota y dientes afilados. El miedo la invade por completo.

¡Pero ese perro no puede ser real! ¿De dónde salió? ¿Por qué no la deja pasar?

El perro sigue ahí, están frente a frente, es aterrador. Podría contar todos sus dientes si quisiera. No va a dejar que este miedo le gane, aunque tampoco quiere que el perro la ataque. Retrocede un poco... y se tira de cabeza al río.

Nunca se distinguió por ser precavida... y si se golpeaba la cabeza con una piedra... Esa manera impulsiva de manejarse podría haber sido fatal.

Parece que el perro no se quedó atrás, lanzándose también al agua. La corriente es tan fuerte que le impedía nadar con facilidad. No reparó en mirar hacia atrás y siguió nadando. Al llegar a la otra orilla estaba agotada, temblaba de miedo, vio cómo el perro había dado media vuelta y regresaba a su lugar. Recostado al sol, no dejaba de mirarla.

Con el perro del otro lado siguió adelante. En ese momento vienen a su mente recuerdos de todos esos seres queridos que ya se fueron. Y hace una pregunta en voz alta ¿Voy a poder liberar mis cadenas?

Mientras la yegua blanca pastaba, el caballo negro se dirige hacia ella al galope. Frena de golpe.

Estaba empapada, pero feliz por haber logrado escapar del escuálido Bulldog que custodia la otra orilla.

El caballo negro recorre con su morro el contorno de su cuerpo, de pies a cabeza, de un lado a otro. Haciéndole sentir algo increíblemente extraño, pero agradable. Y cuando termina está ceremonia, ella acaricia su frente. Se pone de costado, apoya su cabeza sobre el lomo y vuelve a acariciar sus crines. Se siente diminuta, ante tal imponente animal. No puede creer lo que está viviendo y con la intensidad con la que se están dando las cosas... Cuando levanta la mirada, despegando su cabeza del lomo del caballo negro, ve que la rodean muchos caballos más. Todos pastaban tranquilamente, fue cuando comprendió que había vencido el miedo, el camino iba a ser duro pero lo iba a lograr.

Solo le quedaba regresar. Cruzo el río, ahí la esperaba el bulldog, que estaba a ladrido limpio. Tenía que pasar por ahí, no había otro camino. Cuando se disponía a enfrentar lo peor, el perro salió corriendo tras una libre gris que pasaba a los saltos. Sus plegarias habían sido escuchadas. Y ella se escapó lo más rápido que pudo. Paso por la caballeriza, se trepó para saludar a Max, que estaba echado descansando. Siguió el camino de las casuarinas, vio en el asfalto, las marcas que había dejado la moto. Parecía un espiral, el espiral de la vida. Entonces se paró en el centro dando gracias a Dios y al universo por estar sana.

Cuando cruzo la tranquera, él estaba ahí, con su mate. Y mirándola fijamente a los ojos preguntó ¿Qué pasó? ¡Estás toda mojada! ¿Estás bien?

-Sí, mejor que nunca. Me voy a dar una ducha, prendamos fuego y hagamos unas pizzas. ¿Te parece? - le contestó.

-¿Entonces me vas a contar mientras cenamos? Me preocupé, te fuiste por un rato y no volviste en todo el día. Le recriminó frunciendo el ceño.

-Fue un día muy extraño, no sé si me lo vas a creer. Es casi irreal, pero del otro lado de la tranquera hay un mundo inimaginable. Le dice con esa ingenuidad que la caracteriza.

-Siempre creí que la tranquera era un portal mágico... Tengo tiempo y estoy dispuesto a escuchar. Acota ofreciendo el último mate.

Ella lo toma, agradece. Luego lo abraza muy fuerte, tan fuerte que casi lo deja sin aliento. Y percibiendo todavía su abrazo, se dispone a dar el baño más largo que haya tenido alguna vez.

Él la ve alejarse, admirando su belleza, esa belleza que se fue perfeccionando con el correr de los años. Se sonríe… Otra vez está ahí, esperándola. Pero no le importa, porque nada lo apura. Está seguro de que el suyo es un vínculo tan fuerte, que no se puede romper, ni en esta, ni en otra vida. Ni siquiera siendo caballo y ella mujer, siendo pájaro o algún otro ser.

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